viernes, 17 de julio de 2020

Te acuerdas del Quijote?...vuleve a leerlo...

EL PRISIONERO

El nuevo preso entró custodiado por dos guardias de la cárcel pública de Sevilla. Corría el año del Señor de 1597 y en aquella ciudad del sur del reino hacia un calor asfixiante. Pero ésa no era, ni de lejos, la mayor preocupación de aquel preso, entrado en años, marcado por el tiempo y la guerra. Miraba atento a su alrededor, no era aquél su primer cautiverio y sabia que en una cárcel había que andarse con cuidado. Tanto servir al rey y así se lo pagaban.
- ¡Entrad de una vez! - le gritaba uno de los guardias.

El preso cruzó la puerta que llamaban del Oro y luego la segunda puerta, esta de reja, que llamaban puerta de Hierro. Sin embargo, resopló de alivio cuando comprobó que no le obligaron a cruzar la tercera y última de las puertas de aquella terrible prisión, la de la Galera Vieja.
Mal asunto que te metieran allí, con los prisioneros de la peor calaña, lo peor de lo peor.
Llegados al patio de la fuente, le indicaron que subiera por la escalera. El reo recién llegado obedeció disciplinado, no era momento de rebeldías absurdas. Tampoco es que estuviera resignado a ese destino, pero pensaba luchar contra aquel cautiverio de otra forma. Poco después llevaron al preso a una galería con pequeñas celdas, de ventanas aún más pequeñas. Todo allí era agobiante, el calor sevillano parecía meterse en las entrañas e instalarse allí. Sudaba por todas partes.
- Ahí - Y le empujaron con tal fuerza que trastabilló y fue a dar al piso.
- ¡Voto a Dios! - dijo al caer, pero se controló y no añadió más.
El guardia le miraba como quien espera una provocación para tener una buena excusa con la que descalabrarle.
- Uno nuevo - oyó el recién llegado que decía alguien a su espalda. Se volvió y vio que un preso anciano le miraba sonriendo con la boca desdentada y sucia - Tranquilo, aquí no se está tan mal, allí fuera - y señaló a la minúscula ventana de la celda - hay gente mucho peor de la que hay aquí dentro.
El preso nuevo no respondió, aunque pensó que mucho había de cierto en aquella reflexión. Se levantó y se volvió raudo a la puerta para gritar una petición a los guardias que ya se alejaban. No era una queja sobre el trato recibido. Era asunto más importante.
- ¡ Recado de escribir ! - Y aunque se volvieron con asco, el preso, que de argucias y cautiverios entendía bien, mostró en su mano varias monedas a la par que insistía en su ruego - ¡Recado de escribir! Háganme esa merced.

El reo sabía que tenía derecho a ello, que cualquier preso tenía que disponer de la posibilidad de escribir al menos una carta a algún familiar, algún allegado o a quien se terciara su regalada gana, para informar de su penosa circunstancia. Pero como también era hombre experimentado y conocedor de la miseria humana, ofreció las monedas para que se ablandara la mala voluntad de aquellos guardias.
- ¡Háganme esa merced! - insistió cuando les daba el dinero.
Los guardias no respondieron, pero se la hicieron, porque el dinero canta y abre caminos en todas partes, pero más que en ningún sitio, en las cárceles, en las de antes y en las de ahora.

Llegó entonces papel, una pluma y algo de tinta. El preso anciano que había hablado de la maldad de los de fuera vio cómo el nuevo reo tomaba el material que le habían traído para escribir y cómo se afanaba en redactar lo que parecía una carta, de muchas palabras juntas para lo que él tenía acostumbrado ver en otros presos. El preso nuevo, al fin entregó su carta a uno de aquellos guardias siempre mal encarados.
- Muchos son los que escriben rogando perdón a los jueces y pocos los que lo reciben - dijo el preso anciano.
- Lo sé - respondió el preso nuevo - Pero yo he escrito al rey.
- ¡Al rey! Ja, ja, ja - se desternilló el anciano ante lo absurdo del destinatario, pero pronto calló.
En el fondo, aquél preso nuevo lo había impresionado: o estaba loco o se consideraba alguien cuyo destino podía ser de interés para el mismísimo rey. Seguramente sería un loco. No le gustaba la idea de compartir celda con un loco.
Llegó la noche y un vigilante les cerró la puerta de la celda de un golpe. Se oyeron entonces voces desde el patio.
- Acá los de la Galera Nueva.
- Acá los de la Cámara de Hierro.
- Acá los de la Galera Vieja.
El nuevo miró instintivamente al anciano compañero de celda y éste le aclaró las cosas.
- Son los bastoneros, los vigilantes de la cárcel. Mil veces peores que los guardianes. Con los bastoneros no hay que tratar. Son las diez y cierran todas las puertas, siempre gritan así, para que el alcaide sepa que las cosas están bien y para que todos sepamos que ellos están ahí. Mala gente los bastoneros, mala gente.
El preso nuevo asintió y se acurrucó en su rincón e intentó conciliar el sueño. Algo pudo dormir, tal vez por el cansancio o lo avanzado de la hora. Pero, de pronto, en medio de las sombras, un aullido de dolor rasgó la noche de la prisión.
- ¡ Aaggggh !
El recién llegado miró al anciano. El otro no podía verle, pero seguramente había intuido que el nuevo también se había despertado y que debía de estar confuso.
- De las celdas de abajo. Alguien bajo tormento. - aclaró el viejo susurrando sus palabras en la oscuridad de la celda. El nuevo no dijo nada.
Al cabo de otro rato, el preso nuevo escuchó voces de mujeres, pero pensó que quizá estaba soñando y se abandonó, al fin, a los brazos de Morfeo.
Pasaban los días y seguía sin recibir respuesta a su carta. La rutina carcelaria empezó a tomar acomodo en su persona, junto con la suciedad, el tedio y el calor.

Los martes venía el asistente del rey para conocer los presos nuevos que habían entrado desde el sábado, los jueves venían los oidores que escuchaban quejas y reclamaciones de todos los presos, esto claro está, si les untaban convenientemente con monedas que conseguían los reos por los más peligrosos medios. A éstos últimos, los oidores, recurrió nuestro protagonista en varias ocasiones, pero sin ningún logro.
Una tarde descubrió que las voces de mujeres que creyó escuchar el día que llegó a la prisión, eran reales. Hasta cien prostitutas entraban una que otra noche para solaz de los presos que pagaban bien a los bastoneros de forma que éstos miraran para otro lado por unas horas.
Los días pasaban. El rey era hombre ocupado, pensaba el preso, y tardaría, primero en leer la carta, y luego en actuar. Nuestro preso se armó de la paciencia infinita del soldado en las largas campañas de guerra y, al fin, una mañana, pidió de nuevo recado de escribir.
- ¿Más cartas al rey? - le preguntó con ironía el preso viejo.
- No, el rey responderá. Hay que darle tiempo. Entretanto escribiré. Poca cosa más se puede hacer aquí.
El preso viejo se acercó y miró a aquel veterano de guerra que se afanaba en sostener bien el papel que le habían traído con el muñón de su brazo izquierdo.
- Es herida de guerra, ¿cierto? - indagó el viejo.
- De guerra es, sí. - dijo el preso sin levantar la mirada. El anciano trató de discernir la escritura, pero apenas sabía leer y se volvió a su rincón.
El preso nuevo llevaba días con una idea en la cabeza, con una historia de ésas de... novela. Tenia que distraerse o se volvería loco.

«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...» empezó con decisión, y con decisión siguió escribiendo por horas, hasta que se le acabó la tinta y el sol dejó de iluminar.

Poca cosa le pedía Miguel de Cervantes al rey y el rey, nada le concedió, jamás contestó. Cinco años estuvo en esa prisión, el mismo tiempo que tardó en escribir la primera parte de El Quijote. Inmediatamente se publicó, y para asombro y envidia de sus colegas, que siempre se burlaron de él, la novela gustó. Y a pesar de que la iglesia la desaprobó porque don Quijote no va a misa, quiere a Dulcinea más que a cualquier otra cosa en el mundo y ve cosas que otros no ven, la novela fue un éxito de muchas ediciones.
Y tardó diez años, en escribir la segunda parte.

Ésa misma edificación donde estuvo preso, existe hoy, y tiene una placa en la que se puede leer: «En el recinto de esta casa, antes cárcel real, estuvo preso (1597 - 1602) Miguel de Cervantes Saavedra, y aquí se engendró para asombro y delicia del mundo. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
La Real Academia de las Letras acordó perpetuar este glorioso recuerdo, año de MCMLXV.»
No me queda claro qué de «glorioso» tuvo encerrar a don Cervantes.

Un viejo profesor mío decía que el mundo se dividía en dos tipos de personas: los que leyeron El Quijote y los que no.
En la historia de la humanidad han aparecido, de cuando en cuando, personajes que solo con pensar en ellos, en su vida, en su obra, en su modo de enfocar su existencia, parece que nuestro ánimo se confortara. Son, como dirían los antiguos, una especie de regalo que los dioses hacen, de tarde en tarde, a los humanos. Son patrimonio de la humanidad. Como si con su ejemplo nos sintiéramos más fuertes, inspirados y profundos.
Pues bien, don Miguel de Cervantes es uno de ellos, porque su obra traspasó los límites de la comarca y la llevó a lo universal. Un hombre de vida pobre y desvencijada, que con el paso de los años se fue cargando de desventuras y que murió pobre, casi de solemnidad. Hasta el punto que, siendo profundamente creyente, sólo pudo dejar en su testamento que se dijeran dos misas por su alma.
Éste desventurado, que jamás recibió respuesta del rey, afrontó valientemente todas las adversidades, tanto las públicas como las privadas y se aferró a su obra para sobrevivir.
Empezó a desgranar su prosa y la fue convirtiendo en poesía. Y esa prosa poética, lentamente se tornó en el cuentecillo sobre un hidalgo pobre y lúcidamente loco que peregrinaba por los campos de Castilla con un escudero. Cuentecillo que creció y creció hasta convertirse en la gran novela que todos conocemos hoy.
Con el paso del tiempo he concluido que la fama de Cervantes está muy por encima de su conocimiento verdadero, y me temo que eso es un reflejo de lo que ocurre a nivel mundial. Muchos son los que hablan de El Quijote, pero sospecho que son mucho menos los que en verdad lo han leído.
Quienes no lo han hecho, ojalá se dejen atrapar alguna vez. Aunque solo sea para que digan como aquella escritora española del siglo pasado, la cual, al ser sorprendida por sus amigos leyendo El Quijote, declaró:
...porque tanto oí decir que Don Quijote era la obra cumbre de la Literatura Universal, que me decidí a comprobar por mí misma si era verdad que alguna vez habíamos sido capaces los españoles de hacer algo que valiera la pena.

El Quijote se creo cuando ya nada importaba demasiado para Cervantes, cuando nadie esperaba nada de él, ni siquiera él mismo. Cervantes imaginó un relato inimaginable e imposible, sobre todo en su tiempo y casi en el nuestro también. El regalo que Don Quijote le dio a su autor fue hacerlo dueño de una invención, de un descubrimiento que cuajó más allá de su tiempo: encontró en la novela el taller de la ironía y la libertad para contar la realidad. Se inventó el artefacto que duplica la realidad mientras la imita, el modo de pensar universal y moderno, de que las cosas pueden ser muchas cosas a la vez. El Cervantes de sus mejores novelas, parece vivir fuera de su tiempo, para saltar al centro del nuestro. Donde la ironía es la respuesta que los ideales y el buen sentido dan a las paradojas de la experiencia, donde el humor es condición de la inteligencia y la verdad es esquiva y es exacta al mismo tiempo.
Cuando le quedaban apenas unos días de vida, Cervantes tomó su pluma y escribió por última vez:
"¡ Adiós, gracias, adiós, donaires; adiós, regocijaos amigos; que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida!"

Ciertamente, pocas alegrías hay en la vida. Y una de ellas es leer a Don Quijote de la Mancha.

Hoy en día hay placas conmemorativas, institutos, escuelas, colegios, concursos, en toda la ciudad de Sevilla. Y si contaran las que hay en toda España, no acabarían nunca. Hasta tienen un Premio de Las Letras con su nombre. Sí, Ahora si, pero en aquel 1597 lo metieron a la cárcel. Así somos.

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